En estas reuniones improvisadas
del tercer piso, más de una vez hemos terminado envueltos en mantas, hemos arreglado el mundo y hemos discutido sobre cuál sería la
mejor opción para tener nuestros tres minipisos a una temperatura
invernal aceptable de meseta española, no de Montblanc en diciembre.
Hablando de lo que pagaba cada
uno por calentar su iglú y de los rejones de iberdrola, se generó
una competición silenciosa sobre quien de los tres estaba usando los
radiadores de manera más eficiente.
Estaba claro que el del esquinazo
perdería, pero es un machote y puede pegarse bofetadas con el mismo
dios del frío de la mitología griega, Bóreas.
“E” optaba por apagarlos
durante el día y encenderlos únicamente cuando estaba en casa. Y
luego estaba yo. Arriesgando mi riñón, probé a no apagarlos nunca
y dejarlos a baja temperatura.
Ayer llegó la carta. Con el
miedo en el cuerpo y los ojos cerrados llamé a la puerta de “E”
y le pedí que mirara ella mi recibo. Dos segundos de tensión
después, corría por el pasillo a mi casa con el espíritu de Rocky
con la música de fondo. ¡Gané!
Y hoy, con calma, no me explico
mi euforia, parezco tonta alegrándome con una cuenta de 246€.
Velas, tengo que probar con velas.
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